¿Dónde encontrar a Mawlānā? Una visita a Konya muestra que la verdadera casa del maestro del amor Divino no es una ciudad, ni un país, ni ningún otro sitio sobre la tierra, sino los corazones de aquellos que están sedientos del vino del amor.
Ven y visita mi casa por algún tiempo
que la luz del Amor puede brillar
desde Konya a Samarcanda
y Bojārā por algún tiempo...
Así cantaba Mawlānā Rumi, profundamente absorto en su amor por Shams-e Tabrizi, en quién veía manifestarse el brillo de lo Divino y que le transportaba a los más elevados éxtasis de amor y de anonadamiento.
Konya, el antiguo Iconium, ha sido por mucho tiempo —setecientos cincuenta años, para ser exactos— un centro espiritual, no sólo para la tariqa Mevlevi sino también para millones de personas del mundo persa que reconocen al Masnawi de Mawlānā Rumi como «el Qorán en lengua persa», como dijo Ŷāmi, y que han comentado sus versos en persa, en turco, en urdu, en sindhi y en otras muchas lenguas orientales. A partir del siglo diecinueve, la imaginación de algunos orientalistas occidentales, entusiasmados además por la poesía persa, se dirigió hacia esta modesta ciudad de la Anatolia central. La visité por primera vez en la primavera de 1952, yo sola, y la encontré envuelta en una romántica tristeza. Una tormenta hizo que las flores se abrieran; de repente la polvorienta ciudad se llenó de la fragancia de los macizos de iğde, y se cubrió con un maravilloso velo de fresco verdor —«adornos paradisíacos», llamaba Mawlānā a las hojas tiernas—, pues los jardines, en aquella época, llegaban casi hasta el centro de la ciudad. La majestuosa mezquita Alaettin sobre su colina, donde estuvo en tiempos el castillo Seljukida que custodiaba Konya, me impresionó por su tamaño y su noble sencillez, pero, en cambio, las dos madrazas más famosas, la madraza Karatay (1251) y la Ince Minareli (1258) (ambas levantadas en la época en que Mawlānā enseñaba en la ciudad) no estaban entonces muy bien conservadas. Sólo a principios del siguiente año, fue renovada la parte histórica de Konya gracias a los esfuerzos del por aquel entonces director del Museo Mawlānā, Mehmet Onder; las hermosas madrazas se convirtieron en atractivos museos, y el oloroso jardín alrededor del mausoleo —ahora museo— recobró su antiguo esplendor, como lo hizo el área alrededor del Maqām de Shams-e Tabrizi, situado cerca del lugar donde se hallaba la casa de Mawlānā —la casa de la que fue sacado Shams una fría noche de diciembre para no volver nunca más...
El 17 de diciembre de 1954, el ‘ors, el aniversario de la muerte de Mawlānā, se celebró por vez primera después de que Ataturk cerrara los centros sufíes en 1925, y asistimos a la primera celebración delsamā de los Mevlevi, el giro de los antiguos miembros de la tariqa, que no se habían reunido desde hacía veintinueve años y que fueron embargados por una alegría celestial en esta ocasión. Fue una de las grandes experiencias de mi vida, el participar en esta celebración, que desde luego abrió ante mí nuevas perspectivas y me ayudó a ahondar en la comprensión de su tarea.
Mawlānā Rumi es un poeta místico de tal calado que, incluso después de haber estado estudiando sus obras durante más de cuarenta años, el lector encuentra cada vez nuevos significados, metáforas frescas, que aparentemente no habían atraído, hasta entonces, su interés, ni el de ninguna otra persona... Tanto el Diwān-e kabir como el Masnawi, son tesoros inagotables de sabiduría espiritual, pero también relatan experiencias de la vida humana (y animal). Mawlānā conoció la vida en todos sus aspectos; es su fuerza la que consigue transformar incluso las más humildes manifestaciones de este mundo en símbolos de algo más elevado, en señales que apuntan a una Realidad más honda y verdadera —de la misma forma en que el sol transforma, según las antiguas creencias, los guijarros en rubíes. Es este lado humano de Mawlānā el que ha mantenido su poesía fresca durante tanto tiempo, aun cuando él mismo bromeara acerca de ella diciendo que era «como el pan egipcio (nān-e mesri)», que tiene que comerse mientras está fresco porque al día siguiente ya se queda duro. Su poesía, sin embargo, nunca envejece, porque no se trata de un conjunto abstracto de enseñanzas filosóficas o teosóficas, sino de la expresión de una experiencia de amor que todo lo impregna.
Mausoleo de Mawlānā Rumi en la ciudad de Konya (Turquía)
Durante muchos años me había centrado principalmente en la poesía de Mawlānā, y fue sólo en 1987 cuando terminé la traducción al alemán del Fihi mā fihi, que decoró un amigo persa, el Dr. Shams Anwari-Hosayni, con una bella caligrafía. Esto me pareció un regalo digno de mis amigos en Konya que me invitaron en el otoño de 1988 —mi última visita a Turquía había sido en 1973—, para participar en las celebraciones en honor del 700 aniversario de la muerte de Mawlānā. Había llegado a conocer muy bien la ciudad en los años 50, cuando enseñaba en la Universidad de Ankara, y gracias al amor y al afecto de sus gentes se había convertido para mí un poco en mi segundo hogar. Por tanto, pensaba que me alegraría volver, por fin, a la Cúpula Verde para presentarle mis respetos al gran maestro. ¡Pero, qué pena! La pobre Konya había cambiado tanto que uno tenía que cruzar calles, mejor dicho, avenidas con altos edificios de apartamentos como si estuviese conduciendo por Queens en Nueva York, o por otros lugares del mundo occidental, no precisamente místicos, y las maravillosas madrazas eran casi invisibles entre las elevadas estructuras que parecían sofocarlas. Para tratar de tocar el umbral plateado frente al sarcófago de Mawlānā en el mausoleo, tuve que cruzar masas de turistas que miraban alrededor con ojos vacíos —¿qué veían, aparte de la bella caligrafía y la decoración de las paredes, las cubiertas de seda sobre los féretros de Mawlānā, de los miembros de su familia y de sus fieles discípulos, o alguna valiosa alfombra? ¿Sentirían algo de la presencia que hemos experimentado tantas veces al visitar la Cúpula Verde con amigos de todo el mundo, con enamorados místicos venidos desde los Estados Unidos y Alemania, desde Holanda y Pakistán, desde Gran Bretaña y Francia? ¿Hasta qué punto apreciarían el samā de los Mevlevi, y lo podrían ver no solamente como una agradable e interesante representación folklórica sino como una expresión de los más dulces y profundos secretos del amor místico? Recuerdo perfectamente el primersamā en 1954: los derviches, después de recorrer lentamente la habitación tres veces, besando cada vez la mano del Pir, se despojaron de repente de sus túnicas negras (como si se tratase de sus cuerpos terrenales) y emergieron en sus túnicas blancas de luz eterna, girando sobre su eje y dando a la vez vueltas alrededor del centro, como los átomos alrededor del sol que les atrae para ponerles en movimiento —danza celestial, danza de inmortalidad, como Mawlānā la ha descrito en muchos de sus versos (y sabemos que la mayor parte de sus primeros versos nacieron del movimiento giratorio cuando él estaba cautivado por el sonido del ney y del rebāb…). Para Mawlānā, toda la vida era danza: escuchar las armonías del cosmos, plantas y animales, más aún, la danza de los ángeles y de los ŷinn; llegó incluso a visualizar el propio acto de la creación como una danza extática por la cual el No-ser se precipitó felizmente a la existencia cuando oyó la voz de Dios que se le dirigía: Alasto be-rabbekom, «¿No soy yo tu Señor?» (Qo. 7, 172). Como lo hacían los novicios Mevlevi en los tiempos pasados, durante los 1001 días de su noviciado, el derviche ha aprendido no sólo la técnica para girar, sino también la música y la interpretación del Masnawi, además de realizar las tareas domésticas que ha tenido que desarrollar durante este período. Así su espíritu ha llegado a estar en sintonía con los aspectos espirituales del samā. ¿Pueden entender los turistas, o aquellos otros que contemplan en tierras extranjeras la representación del samā (que ha pasado a ser ahora un artículo folklórico de exportación), los diferentes niveles de significado de los movimientos? ¿Pueden entender el profundo amor por el Profeta, que Mawlānā expresó en el na´t-e sharif que se canta al comienzo del ritual? ¿Llegarán a saber que Shams-e Tabrizi fue, para Mawlānā, el intérprete perfecto de los secretos del Profeta? ¿Y llegarán a saber que el ney, la flauta de caña, es un símbolo del alma humana, cortada de su raíz preeterna en el cañaveral divino, y que suspira desde entonces de nostalgia y añoranza tan pronto como el aliento del Amado la alcanza?
La flauta ha jugado un papel importante en los rituales religiosos, especialmente en el mundo Mediterráneo y en Anatolia, mucho antes de que la Cristiandad y el Islam llegaran a esas tierras, y sus propiedades terapéuticas fueron usadas en la Grecia antigua y en las sociedades medievales islámicas —los hospitales mentales de Amasya, Divrigi y otros lugares del antiguo imperio Seljukida prueban la presencia del uso de la música para el tratamiento de las personas mentalmente trastornadas. Y existen numerosas historias acerca del papel de la flauta que divulga los secretos del corazón: por ejemplo, la historia del rey Midas de Gordion (no demasiado lejos de Konya), que confió a su ministro el secreto de que había padecido la maldición de llevar orejas de burro; el ministro, que no pudo mantener para sí este terrible secreto por mucho tiempo, se lo contó a una charca en la que había unas cañas que, al ser cortadas y fabricar con ellas flautas, divulgaron la desgracia del soberano… Y más tarde, en la tradición Islámica, se dice que Hazrat ‘Ali contó los misterios espirituales que el Profeta le había confiado, a una charca, y una vez más, la flauta de caña divulgó más tarde estos secretos en el mundo. Así, el Canto del ney, al comienzo del Masnawi de Mawlānā, se enmarca en una larga tradición espiritual, y —tomando en consideración este papel de «flauta mágica»— parece casi natural que el Masnawi fuera leído en la lejana Bengala por los Brahmanes en una época tan temprana como finales del siglo quince: conocían el misterioso papel de la música por los mitos hindúes de Krishna, que cautivó a su entorno con el dulce sonido de su flauta.
Se pueden situar fácilmente muchas de las imágenes y de los símbolos de Mawlānā, en el contexto de la historia de las religiones, en varias tradiciones religiosas. Después de todo, la Anatolia central ha sido un terreno fértil para los cultos mistéricos y el misticismo. Existen creencias populares que afirman, por ejemplo, que Platón, el gran «mago maestro» estuvo viviendo cerca de Beyshehir, a corta distancia de Konya, y que consideran el gran lago como un vestigio de sus poderes de brujo; a un manantial cercano a un monumento Hitita se le conoce aún hoy en día como «Eflatun Pinari», el manantial de Platón. Mucho tiempo después, hay que señalar la influencia cristiana en Anatolia: ¿no proceden acaso los principales teólogos místicos de los cuatro primeros siglos —como San Gregorio de Nissa, San Gregorio Nacianceno, San Basilio el Grande— de Capadocia, a una corta distancia del antiguo Iconium? Hoy día los turistas invaden las iglesias rupestres de Göreme y de Urgup, contemplando los conmovedores frescos, sin percatarse, en general, de la corriente espiritual que ha fluido por estos lugares desde tiempo inmemorial.
Y luego, durante la invasión mongol en el siglo trece, Anatolia se convirtió en el refugio de muchos eruditos procedentes del Asia central y de regiones del este de Persia, de líderes espirituales como Naŷm-ol Din Rāzi y más tarde Fajr-ol Din ‘Erāqi, que se aposentaron allí, primero bajo el benevolente patrocinio del dirigente Seljukida ‘Alā-ol Din Kayqobād y, después de 1256, bajo la protección de Mo’in-ol Din Parwāna, el poderoso ministro con quien Mawlānā mantuvo relaciones próximas y de quien repetidas veces solicitó ayuda para sus protegidos pobres y desamparados. Que Parwāna, cuyo papel de negociador con los mongoles criticó a veces Mawlānā, fuera también un discípulo de Sadr-ol Din Qunawi, el principal traductor de Ibn ‘Arabi, quién vivió toda su vida en Konya y fue un buen amigo de Mawlānā (aunque éste último no se preocupara por la sabiduría teosófica), nos dice bastante de la atmósfera espiritual de Konya en la temprana Edad Media.
La ciudad rebosaba espiritualidad. El agua corriendo por las laderas de las colinas de Merām, allí donde estaba situado el jardín de Hosām-ol Din Chalabi, y el molino de agua cuyo movimiento inspiró alguno de los poemas de Mawlānā, formaban parte hasta hace poco del paisaje; Merām es ahora un suburbio densamente poblado donde se extiende la nueva Universidad de Selcuk. El bazar de los joyeros —en el que Mawlānā halló en su viejo compañero, Salāh-ol Din Zarkub, un amigo para consolarle después de que Shams hubiera desaparecido completamente y viviera ya solamente en el corazón de Mawlānā, «radiante como la luna»— este bazar todavía perdura, pero parece que se utilizará su solar para ensanchar las avenidas principales. Sin embargo, el dulce sonido del martilleo del oro, que indujo el éxtasis en Mawlānā, se conserva en alguno de sus poemas, caracterizados normalmente por sus marcadas calidades rítmicas. Las cartas de Mawlānā a la hija de Salāh-ol Din, —con quien casó a su hijo mayor, que sería luego su biógrafo, Soltān Walad (el primer autor Mevlevi de un diván escrito en turco)— estas cartas muestran al gran místico, no como alguien que vive permanentemente en las esferas celestiales, sino más bien como alguien que, con su infinito amor, se preocupaba por el bienestar de sus vecinos y, en este caso, por el de su querida nuera. Esta humanidad es un aspecto de Mawlānā que no se debería olvidar.
Volver a Konya en estos días es, a nivel externo, una experiencia decepcionante. Uno busca en vano los encantos de la antigua ciudad y se pierde entre los edificios, pero, a pesar de las multitudes que se han asentado allí, a pesar de los numerosos turistas que se agrupan alrededor del mausoleo, uno siente al final de la tarde, especialmente si está en compañía de sus viejos amigos, que preservan su tradición sin ostentación, que la presencia de Mawlānā aún flota sobre la ciudad.
¿Pero, es realmente importante ir a Konya? Los sufíes han insistido siempre en el hecho de que viajar en espíritu es lo que realmente cuenta. «…Buscadme en vuestros corazones después de mi muerte», dijo Mawlānā, y aquí es donde le encontramos, en la alegría renovada al leer su diván, al redescubrir su presencia en todas partes desde Bangladesh hasta Los Ángeles, y en la dicha inagotable que producen sus poemas en el alma. Al oir recitar uno de sus gazales, que dice en su segundo verso:
Hazte copa para el vino del Amor, uno siente su verdadero mensaje, en Konya y fuera de Konya: llegar a ser una copa, pura y radiante, para el vino del Amor que nos ofrece en cada nuevo escrito, en verso como en prosa. Este es el camino para visitarle verdaderamente. Una vez que uno ha entendido esto, la embriaguez espiritual nos hace olvidar si estamos en el este o en el oeste, y si la apariencia externa de Konya es ahora la de un anodino suburbio del siglo veinte; en cambio, una casa en Europa o en América puede tornarse, gracias a este Amor transformador, en el lugar donde el espíritu de Mawlānā está vivo e irradia sobre las turbideces de este mundo, llenándolo con esa luz esmeralda que ciega a las serpientes y anuncia la Presencia divina en nuestras vidas. Como dice Mawlānā en el gazal que abre el artículo,
que el cielo pueda ver el Sol a medianoche,
con claridad, por un momento…
Annemarie Schimmel
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